Madalina Cobián.
Tomada del Cuaderno de cuentos “Páginas Sueltas”
En aquellos momentos, yo no comprendí a mi madre, o mejor dicho, no conocía la razón ni la magnitud del dolor que la llevó a la demencia. Sí supe que algo grande había pasado, una alteración popular repentina en la ciudad que ocasionara frecuentes bullicios, violencia y agresividad, de las cuales, Mamá trató de mantenerme alejada para no afectarme. Sólo noté la ausencia de mi padre y mi hermano Tony que contaba con veinte años.
Yo todavía jugaba con muñecas, por eso, cada vez que Mamá se ausentaba, con mucha frecuencia últimamente por cierto, y regresaba tratando de disimular sus llorosos ojos, me dejaba en casa de la vecina Caridad, que era la única persona del barrio que no se había alejado de mi casa, y que además continuamente alentaba a Mamá, dándole ánimo y diciéndole que Dios iba a permitir que todo saliera bien, que nada malo iba a pasar.
Cuando yo preguntaba que cosa era lo malo que podría pasar, me contestaban que podría ser una posible epidemia de dengue o algún accidente automovilístico, el cual yo relacionaba con Papá y Tony y su presunto viaje al interior a cumplir con tareas agrícolas.
Una tarde, después de una de sus largas ausencias, Mamá regresó triste, pero algo esperanzada. Después de arreglarnos para salir, pasamos por la casa de Caridad y oí cuando mi madre le dijo muy bajito.
-“Hoy no, Caridad. Me van a permitir verlos a las nueve de la noche y quiero llevarla para que la vean.”
Llegamos a un lugar lejano y extraño, desconocido entonces para mí. Allí nos hicieron sentar en un banco de frío concreto, después de darnos la orden de esperar. Pasaron largas horas. Yo me quedé dormida sobre el asiento con la cabeza sobre las piernas de mi madre, que esperaba muy quietecita con una sonrisa en los labios. Me despertó la voz de un hombre de uniforme que le dijo a Mamá:
-“Lamento informarle que la visita no puede efectuarse esta noche, sino mañana por la mañana a las 9 a. m.”
Mamá, entristecida al principio, pronto se recuperó, apoyada en la esperanza de que algo bueno iba a suceder al otro día. Durante el camino a casa, hablaba sola, muy bajito, pero yo no la entendía. El sueño no me lo permitía.
Por la mañana, me levantó muy temprano y emprendimos el camino de la noche anterior. Cuando llegamos, nos recibió otro hombre vestido como el de la víspera, el cual comunicó a Mamá:
-“Sus familiares ya han sido ejecutados y enterrados. No podemos darle la localización de sus tumbas, por lo que pueden retirarse.”
Mamá se desplomó en el piso. Yo comencé a gritar asustada por verla en el suelo, no por otra cosa, porque fui incapaz de entender el significado de algunas palabras, y mucho menos de asociar la palabra “familiares” a mi padre y hermano quienes suponía viajando.
Cuando se recuperó, emprendimos el viaje de regreso a casa, pero sin mencionar una sola palabra. Y así fue hasta el final de sus días. Sentada en un sillón, esperando tranquilamente el regreso de sus seres queridos, con una sonrisa en los labios.
Caridad se portó muy bien con nosotras. Trató de explicarme de cierta manera las cosas para no hacerme sufrir mucho, pero yo no la entendí bien, o mejor dicho, no me gustó su versión de los hechos y decidí auto convencerme del viaje emprendido por mis familiares, pero siempre conté con su maternal cariño y su atención a Mamá hasta que Bienestar Social la recluyó en un hospital y a mí me internó en una escuela para niños en mi situación. Allí transcurrió mi existencia de forma consecuente con la vida social convencional, lo que me ayudó a olvidar la causa de la desaparición de mi padre y hermano y la pérdida de la razón de mi madre. En esa escuela estuve hasta convertirme en un ser social independiente, capaz de realizarse en la vida y construir su propia familia.
Pero la vida parece estar basada en principios cíclicos, o parece algo así como la serpiente que se muerde la cola, o quizá, lo que algunos llaman destino es algo parecido a la suerte de una roca que tiene que ser siempre golpeada por ese mismo mar, con esa misma fuerza brutal de cada vez que se encoleriza, con esa misma fuerza destructora del eterno fuego del infierno que nunca se apaga.
Después de los acontecimientos violentos que mantuvieron la ciudad en tensión por más de 12 horas, en los que estuvo involucrado mi hijo de veinte años, luego de varias noches de insomnio, angustias y gestiones infructuosas, fui citada para ir a verlo junto con mi hija, en el día de ayer, a las 9 de la noche, al mismo lugar donde fui con mi madre por primera vez, hace más de cuarenta años.
Por inconvenientes desconocidos, no pudimos verlo anoche y nos citaron de nuevo para hoy a las 9 de la mañana, recibiendo la misma respuesta que recibiera Mamá hace más de cuarenta años.
Yo no me desplomé en el piso, ni perdí la razón, pero caí en un estado de meditación profundo en el que trato de hallar respuesta a esta ironía del destino. Y heme aquí, acariciando la tierra bajo la cual pudieran estar los restos de mi hijo, o los de los hijos de otras madres, que hayan estado involucrados en ese mismo tipo de problemas, mientras invoco a Dios:
-“Oh, Señor, ¿Es que acaso la capacidad de maldad del poder del hombre sobre la tierra deberá ser eterna como el fuego del infierno?”